Aire fresco: las arquitecturas atmosféricas de Sauerbruch Hutton. Por: Gonzalo Carrasco Purull + Pedro Livni.
Cool Thing.
A ratos pareciera que la arquitectura odiara a las ventanas, o al menos a la promesa que ellas ofrecen. Por una parte – y para gran parte de la arquitectura moderna – fueron sinónimo de transparencia, de continuidad espacial entre el interior y el exterior – casi siempre un paradisíaco jardín o parque – o una expresión del propio funcionamiento del edificio. Sin embargo, como hecho factual – un mecanismo que permite la entrada (y salida) de aire de los recintos – se volvió un asunto problemático. Un problema doble, si se considera que este mecanismo además debe proteger los interiores del agua, frio, calor, sonidos, insectos y delincuentes. Tal vez el artefacto de mayor complejidad técnica después del baño y la cocina.
Al ser el elemento generador de las vistas y casi siempre definidor de la escala de un edificio, constituyó para gran parte de los arquitectos del siglo XX uno de los principales recursos plásticos. Y es que la ventana es uno de aquellos componentes arquitectónicos que al menos desde el humanismo, vincula a cualquier fachada – por banal que sea- con aquel momento en que la arquitectura se volvió disciplina: la invención del proyecto arquitectónico durante el siglo XV.
Sin embargo, es curioso que este elemento tan fuertemente ligado a una tradición disciplinar – y porque no decirlo también, al sentido común – haya entrado en crisis durante el siglo XX. Paralelo al desarrollo de la industria de la construcción moderna, de pronto las ventanas empezaron a cerrar mal, a dejar entrar frío durante el invierno y lo más crucial, a hacerse insuficientes como medios de regulación térmica en los períodos de la canícula. Por otra parte, y tal como lo ha sugerido David Leatherbarrow, la ventana es por donde además del viento, se cuela al interior de la arquitectura, el tiempo. El polvo, la corrosión, el sol, todos aquellos agentes depredadores de la arquitectura (y que señalan su tempo) se expresan a través de las ventanas. Y esto es algo que cualquiera sabe, cuando ha abierto una ventana hace mucho tiempo cerrada. Para una arquitectura como la moderna – que aspiró a permanecer siempre nueva – esto apareció como algo a superar, algo profundamente negativo. La primera señal la dio la incorporación del acero inoxidable a las fachadas de los edificios de oficinas. Es conocida la amplia difusión que tuvo este material en las superficies de los rascacielos americanos de la segunda posguerra. Pero esto no era suficiente, abrir ventanas era un hecho todavía problemático: bastaba una pequeña ráfaga de aire para hacer volar del escritorio los documentos. La creciente contaminación atmosférica de las grandes metrópolis se acumulaba rápidamente sobre los archivadores. Aves y toda clase de insectos anidaban en cada uno de los rincones de los espacios de trabajo. Y lo que tal vez fue más importante, el calor y el frío (tal vez los últimas señales de los ciclos del día) volvían improductivas las labores en la sociedad del segundo capitalismo.
Todos estos problemas parecieron acabarse con la incorporación del aire acondicionado. De pronto las ventanas pudieron no sólo abrirse menos, sino que sencillamente no abrirse más. Y es que el aire acondicionado se vió a la par con la incorporación extensiva del muro cortina o curtain-wall. Se pronto los interiores podían generar su propia atmósfera, su propio ambiente, en el que es tal vez uno de los hechos arquitectónicos más importantes del siglo XX. A cambio del constante murmullo de los equipos de aire acondicionados y a alguno que otro resfriado – debido al flujo de aire contaminado al interior de los edificios – los habitantes de las modernas torres de oficinas primero, y más tarde toda la humanidad, nos aclimatamos a una temperatura constante (18°C) durante todo el año, sea día o noche, en verano o invierno, aún con nieve en el exterior, en cualquier parte del globlo, en recintos con o sin ventanas. Si alguna vez la arquitectura moderna pretendió volverse internacional , con el extensivo uso del aire acondicionado, de pronto vivimos en un ambiente universal.
El fin de la fiesta.
Pero alguien tenía que pagar la cuenta. Y es que para hacer posible el “confort a ventanas cerradas” , era necesario una gran cantidad de energía. En un mundo en donde la energía era algo barato de conseguir, eso no significaba un problema. La primera señal tal vez lo dio la crisis del petróleo de inicios de los 70. Durante las tres siguientes décadas se incrementaron las voces contrarias a un gasto energético irresponsable. Un giro ético que implicaba – al igual que el vegetarianismo y otras formas de ética contemporánea – de no sólo la incorporación de ciertos principios, sino que todo un cambio en la forma como estábamos llevando nuestras vidas. Sin embargo durante esos años se siguieron construyendo arquitecturas a ventanas cerradas. Y las hubieron de todas las formas, materiales y estilos: ventanas postmodernas, ventanas metabolistas, ventanas high-tech, ventanas neo-vernaculares, ventanas neo-liberty, ventanas deconstructivistas…todas, absolutamente todas que descansaban sobre un mix energético (que vale la pena recordarlo) de no sólo de combustibles fósiles, sino que también de generación nuclear (si, Michael Moore, Phillip Johnson y Toyo Ito no pueden ser concebidos sin esta base energética de los 80).
De que hubo las excepciones, si los hubo. Pero para ser justos, dentro de estas primeras aproximaciones estuvo lo peor y más banal de la producción arquitectónica del siglo pasado. Y visto a la distancia, esto fue sumamente nocivo para la incorporación de esta nueva sensibilidad a la arquitectura. Hubo años – y no hace mucho me temo – en que decir arquitectura verde, era sinónimo de mala arquitectura. O se optaba por una retorno a lo Thoreau a la naturaleza, o la mirada no iba más allá de la aplicación de tablas, índices o gadgets tecnológicos. O la evasión näive o el abandono a la pura inmanencia. No había opciones.
El posterior desarrollo de la cultura de los certificados, no vino sino a mejorar la situación, a lo más a agregar una burocracia que a ratos se ha tornado esquizofrénica, que pone a prueba casi a diario al sentido común. Hoy cualquier edificio corporativo que se digne de ser tal (entendido como cristalización de una imagen de una corporación) necesita su certificado LEED. Que este sea el Burj Kalifa en medio del desierto o el Empire States, da igual. El certificado LEED se ha vuelto casi en la green card de la ciudadanía arquitectónica contemporánea.
Pero insistimos en mantener nuestras ventanas cerradas.
Arquitectura de ventanas abiertas.
Es dentro de este panorama que destaca el que tal vez se constituirá en uno de los edificios más importantes de la década que recién comienza: la KFW Westardake (Frankfurt, Alemania; 2010) de la firma de arquitectos Sauerbruch Hutton. Con sus casi 39.000 m2 y 10 pisos de altura, este edificio en Frankfurt exhibe unas cifras nunca antes conseguidas por una construcción de su tipo. El consumo necesario para su mantención alcanza sólo a los 9.1 kWh por pie cuadrado. La cantidad de energía anual utilizada par aponerlo en funcionamiento es de 24 kBtu/ft2 (277 MJ/m2) y su huella de carbono se estima en un valor de 9 lbs. CO2/ft2 (43 kg CO2/m2). ¿Pero cómo es que estos valores son conseguidos?
Emplazado en el amplio eje de la Zeppelinallee y colindante al parque Palmengarten, el edificio de la KFW Westardake, está constituido por una placa y una torre, la cual presenta una planta en la forma de una hoja, que una mantiene el plomo de la calle en una fracción de la longitud de la fachada, para posteriormente surgir como un volumen aislado. La importancia de las condiciones atmosféricas en la generación de esta forma, está dada por la orientación del sitio, así como por la presencia de vientos dominantes en invierno y verano con dirección sur-oeste. Estos últimos son los principales configuradores de una planta, que localiza por una parte las presiones negativas y positivas de la fachada en los “vértices” de la planta, a la vez que organiza la presurización de la fachada, así como la circulación del aire al interior de la fachada con tal de controlar las ganancias producto del sol.
Y es que la fachada en el edificio de la KFW Westardake tiene un rol protagónico. Este es el lugar de los intercambios entre la atmósfera interior y exterior. La planta se encuentra circunscrita por un anillo que da forma a la fachada. Una serie de “flaps” o esclusas – en la forma de dientes de sierra – se disponen a través del perímetro de la fachada. Es por estas esclusas – que los arquitectos han tratado con diferentes colores – es por donde se produce el intercambio de aire con el exterior. La presurización de este espacio (de 71 cms en su ancho mayor) permite la apertura de ventanas sin la generación de los molestos efectos generados por las diferencias de presión a lo largo de la superficie del edificio, así como las pérdidas de calor o ganancias de aire caliente a través de estas cuando se requiera. Las escotillas a su vez son controladas por una estación meteorológica instalada en la cubierta del edificio que regula las aperturas y oclusiones de las escotillas. Este sistema de autorregulación es el que permite un comportamiento al interior del edificio “de ventanas abiertas”, que recibe además el apoyo de un sistema de ventilación mecánica activado cuando la temperatura es menor a los 10°C y superior a los 22°C.
Permitir la apertura de una ventana en un edificio de oficinas – y la confianza depositada en ellas como principal medio de confort climático – es un hecho que pasa además por una revisión de la forma como se están pensando las plantas por el arquitecto. Mientras el aire acondicionado y el tubo fluorescente, posibilitaron el incremento de las superficies de los pisos de oficinas, la apertura de ventanas impone un límite a estos valores. Esto dado por el hecho de que una ventana no puede servir a una planta infinita. Y como ventilar y mirar van aparejado, uno podría afirmar que la adhesión por oficinas de “ventanas abiertas” juega a favor de la salud mental de sus ocupantes. Este escenario se percibe en la planta y vistas interiores de la KFW Westardake, en donde las oficinas se alinean a lo largo de un pasillo siguiendo la modulación dictada por la fachada. Ventana, escritorio y pasillo aparecen nuevamente como la secuencia de un espacio de trabajo, por sobre las plantas libres infinitas de la modernidad y post-modernidad.
Es así como una nueva responsabilidad energética y ambiental pasa necesariamente por el declive del aire acondicionado – o al menos su racionamiento – en pos de una arquitectura de ventanas abiertas. Esto bien lo sabe el propio Matthias Sauerbruch, quien en una reciente entrevista para el periódico canadiense The Globe and Mail afirmaba que:
“Se considera completamente normal el vivir en espacios con aire acondicionado. En este edificio financiero las personas también esperan tener aire acondicionado. Pero es aquí donde nosotros apostamos por una alternativa de espacios naturalmente ventilados. Sabíamos que esto la gente lo tomaría como una carencia, algo proveniente del pasado. Para convencerlos de lo contrario – de que es un lujo, un lujo que es además un adelanto – tomó diseño inteligente y habilidad. La arquitectura juega un rol en dar al menos la oportunidad para realizar un cambio en los modos de vida, que se volverán inevitables si es que las predicciones a las que nos enfrentamos están en lo correcto. Si se lleva esto a términos simples, significa que la gente deberá consumir menos. El campo propio de la arquitectura – espacio, materiales, la manera en que están hechas las cosas – pueden actuar como una compensación para lo que es percibido como una pérdida de confort”
Es en pos de este cambio de estilo de vida en donde la arquitectura juega un papel como transformador de nuestros ambientes. Todo parece decir que si el siglo XX fue el siglo del espacio en la arquitectura, el siglo XXI será el del ambiente. Pero un ambiente que va más allá de las pérdidas o ganancias energéticas, o las huellas de carbono, sino que un ambiente entendido como atmósfera. No es coincidencia que tantos arquitectos hablen menos de espacio y más de atmósfera, partiendo por Zumthor. Cada uno desde su propia óptica, pero apelando a la necesidad de entender la arquitectura como un medio cultural en el cual estamos inmersos. Una segunda naturaleza con la cual tenemos que lidear y que es extensión nuestra.
Y de ahí la importancia del color, no como una cualidad añadidad para decorar las superficies. Tampoco como algo parecido al delito. Sino que como componente fundamental de la construcción de estas atmósferas. En donde sentir frío importa, no sofocarse en verano importa y donde ver descomponerse la luz de la tarde en una fachada, también importa. En donde la atmósfera va más allá de la obtención de un certificado LEED, sino que entiende que la transformación de la biosfera que constituye toda arquitectura es un hecho ético y estético. Y esto bien lo entiende Matthias Sauerbruch, cuando señala que:
“En los años de la postmodernidad – aproximadamente entre 1970 y 1990 – había un montón de color de una especie de Art Pop. El uso del color estaba destinado a ser un shock, un alejarse de las buenas maneras del modernismo. Luego, hubo una reacción contra esto a través del neo-modernismo y minimalismo, a través de correctas superficies blancas. Ahora el color esta lentamente, muy lentamente regresando, como una forma de ajustar los edificios, casi como quien ajusta un instrumento – un poco modificando su apariencia, su identidad, sus cualidades atmosféricas. Tal como la música, el color puede ser horrible, puede volverse ruido. Pero también puede convertirse en una sinfonía”.
VKPK.