Esclavitud y tecnologías vernáculas: paradojas y realidad en el caso de los fabricantes de ladrillos de Afganistán. Por: Gonzalo Carrasco Purull
Bernard Rudofsky se hizo mundialmente célebre cuando entre el 9 de noviembre de 1964 y el 7 de febrero de 1965 expuso una muestra en el MOMA titulada con el polémico nombre de “Arquitectura sin Arquitectos”. Detrás del proyecto que encabezó Rudofsky se encontraban personajes de la talla de un Walter Gropius, Pietro Belluschi, José Lluis Sert, Richard Neutra, Gio Ponti, Kenzo Tange y el propio director del museo, René D`Harnoncourt. Los adalides del movimiento moderno internacional se alienaban así detrás de una exposición que justamente intentó contar la historia de esas otras arquitecturas, alejadas de las grandes biografías – o como lo señalaba el propio Rudofsky – una arquitectura sin genealogía.
Y como todo occidental al cual se le presenta nuevos territorios, Rudofsky ni siquiera matizó su entusiasmo por unas arquitecturas que parecían más honestas, más verdaderas, más humanas que esas otras arquitecturas nacidas desde una disciplina que a mediados de los sesenta parecía agotada. Mientras que la ciudad occidental aparecía a los ojos de Rudofsky como reflejo de todo aquello que nos alienaba y no nos permitía vivir en medio de la belleza y en comunidades. Los asentamientos vernáculos se mostraban como lugares en los cuales el hombre había no sólo olvidado una relación más fuerte con la naturaleza, sino que también con aquello que define al ser humano.
Las tecnologías detrás de estas arquitecturas aparecían asimismo como más adecuadas, más cercanas a las necesidades espirituales del hombre, incentivando la invención por sobre el afán mecanicista moderno. Esta tecnología descansaba en un estado inmutable, no mejorable, de una perfección que la volvía “completa”. Esto mismo Rudofsky lo anuncia ya en la introducción al catálogo, cuando dice que: “la arquitectura vernácula no sigue los ciclos de la moda. Es casi inmutable, inmejorable, dado que sirve a su propósito a la perfección”.
Sin embargo, algo parece faltar en el argumento de Rudofsky. Y es él mismo quien nos lo aclara, cuando señala que “la sabiduría que pueda derivarse va más allá de consideraciones económicas y estética, ya que enfrenta los problemas más difíciles y engorrosos de la convivencia humana”. O sea, la arquitectura sin arquitectos, también es sin procesos económicos y sin escuelas estéticas. Nada más cercano a una arquitectura del buen salvaje.
Pero aquí es donde reaparece el demonio detrás del salvaje de Rousseau. Esto ha sido relatado de manera muy respetuosa por el periodista gráfico del New York Times, Michael Kamber (http://www.kamberphoto.com/) , quien en un reciente reportaje titulado “The Brickmakers of Afghanistan”(http://video.nytimes.com/video/2011/01/15/world/asia/1248069564413/afghanistan-kilns.html)
desnuda el lado más siniestro de una de las tecnologías fundamentales de mucha arquitectura vernácula. Kamber viajó a la región cercana en la frontera entre Afganistán y Pakistán, una zona donde la pobreza es un mal generalizado y en donde la fabricación de ladrillos aparece como una de las pocas maneras de sobrevivencia. Y allí el único requisito para trabajar es el de tener dos brazos sanos, sin importar la edad. Es así como Kamber muestra muchos niños que tal como Neyaz Mohammad de ocho años, comienza a trabajar desde las seis de la mañana a cambio de unos pocos dólares a la semana. En medio de la arcilla, se recortan la silueta de decenas de niños, jóvenes y viejos que hora a hora, amasan el barro, llenan los moldes, vuelcan la arcilla aún fresca y alinean los ladrillos para su secado, en unas formaciones parecidas a unos Donald Judd post-atómicos. Haciendo del material aparentemente más inocente del mundo, un objeto rodeado de vergüenza.
Para Kamber, la reciente activación de las operaciones militares y terroristas en Afganistán, con toda su cuota de destrucción de construcciones , no sólo hará continuar la explotación humana producto de la fabricación de ladrillos. Sino que está irá en aumento.
En medio de una época de responsabilidades y riesgo, todo lo que aparecía poseer el rótulo de cierto y verdadero, inmutable y esencial, parece haber volado sobre nuestras cabezas, señalándonos con dedo acusador todas aquellas resquebrajaduras que tratamos de no ver. Mientras entendamos la arquitectura como una disciplina autónoma, alejada de los procesos productivos y políticos con que se relaciona, seguiremos viviendo en medio de un estado esquizofrénico. En donde se juega a trabajar en la realidad, manteniendo a la arquitectura más cerca de las musas que de una realidad que a ratos se vuelve sucia, compleja y desesperada.
Esta duplicidad esquizofrénica de las arquitecturas autónomas – como las arquitecturas esencialistas de Rufosky – aparece graficada en el mismo catálogo. A través de una enigmática imagen del libro Lustgarten de Francisco Erasmo (1668). En ella se ve a los habitantes norteamericanos de los árboles durante el despojo. En esta imagen aparecen primitivas construcciones que recuerdan bastante a la cabaña primitiva que Laugier señalaba como el origen de toda arquitectura. En donde la arquitectura al volver a la construcción de ese primer refugio, se acercaba a lo verdadero derivado de la respuesta a una serie de necesidades ciertas. Pero si la imagen del Lustgarten resulta inquietante, es porque junto a esta arquitectura nacida de la honestidad y de la verdad, se sucede la masacre, el exterminio que más tarde derivará en la explotación. Arquitectura así planteada – y contradiciendo a Rudofsky – si tiene que ver con las “consideraciones económicas”. En donde la masacre no discrimina entre low-tech ni high-tech. VKPK